Una ciudad disociada
Texto por Andrés ZepedaVideo por Camila Urrutia
No cualquier ciudad ofrece como vista al horizonte dos volcanes activos al que le sirven de marco otros tres cráteres, en una cadena que se va perdiendo en lontananza.
Rodeada —todavía— de una belleza natural capaz de arrancarle suspiros a locales y extranjeros, la ciudad de Guatemala, amasijo de contrastes, golpea la sensibilidad de todos al mostrarse como lo que es: una de las capitales más feas y hostiles de la región.
De hecho, pertenecemos al denominado Triángulo Norte, la zona más violenta del mundo si exceptuamos los territorios que viven en estado de guerra declarada. Somos, además, un caudaloso corredor para la economía sumergida: por aquí atraviesa casi toda la cocaína y mucha de la mano de obra barata y urgida (pero indocumentada) que el centro y el sur de América buscan venderle a Estados Unidos. Una gran cantidad de todo ese éxodo humano se queda en el camino delinquiendo, prostituyendo o prostituyéndose.
Guatemala es, también, el puente número uno para abastecer de armas de grueso calibre a los temibles cárteles del narcotráfico mexicano, cuyo dominio territorial se ha extendido a la mitad de nuestro país.
Eso, sumado a un funesto pasado colonial, a una diversidad étnica extraordinaria, a un mestizaje altamente conflictivo y a un genocidio reciente cuyas severas llagas no terminan de sanar, es lo que explica el hervidero de pulsiones irresueltas que es Guatemala. Más que una ciudad somos un conjunto de fortalezas atrincheradas una a la par de la otra en perpetuo temor y en perpetua desconfianza hacia los peligros que pululan detrás de sus paredes.
Las casas resguardadas con alambre de púas, los complejos urbanísticos protegidos con muro perimetral, los colegios vigilados con garita y talanquera, los carros casi todos con vidrios oscuros, buena parte de ellos escoltados por guardaespaldas. La policía infiltrada hasta la médula por el crimen y la mafia. En su lugar, una oferta emergente de vecinos organizados para hacer justicia por su propia mano y una sobreabundancia de guardias de seguridad privada, peligrosamente analfabetos, portando armas de cañón doble casi tan grandes como ellos mismos.
Somos, pues, una ciudad disociada, una sociedad antisocial, un lienzo humano descosido por todos lados, un cuerpo colectivo con cuadro de esquizofrenia.
En las áreas más lujosas y exclusivas lo usual es imitar, con pésimo tino y conmovedoras ínfulas, el cosmopolitismo arquitectónico de Miami, replicándolo torpemente en residencias, edificios, boutiques y centros comerciales. En los espacios cerrados se prohíbe fumar, pero nada impide que cualquiera pueda pasearse a sus anchas con la escuadra al cinto. Y qué decir de la indumentaria: ni siquiera los gringos se visten tan a la americana como nuestra más conspicua jet set, devenida así, no pocas veces, en mera caricatura de lo que aspira a ser.
Alrededor de la pujanza económica, apuñuscados entre barrancos y calles estrechas, se arremolinan los barrios populares y los cinturones de miseria. Es el reino de la urgencia y la necesidad cundida de covachas de lámina y cartón, escenario de duras penas y servicios escasos y deficientes, paraíso de la economía informal, la ropa de segunda mano, los artículos de contrabando y la piratería.
Es, también, reducto de algunas casas antañonas pintadas de colores encendidos, sala de partos de la esperanza y el desasosiego, bastión de artesanos y malandrines, rincón de la decadencia y la algarabía, surtidor de ceños fruncidos y sonrisas sin dientes, torrente de cantinas con rocola contiguas a templos de oración, cuna de borrachos terminales y de renacidos en Cristo, reservorio de montepíos y casas de empeño, sede oficial de salones de baile y pandillas juveniles.
Aquí la realidad escupe, en extraña concomitancia, el sadismo más brutal y la más tierna candidez; la señora de la tienda de abarrotes despacha las sodas servidas en bolsa plástica, se venden cigarrillos al menudeo en casi todas las esquinas y las margaritas florecen asomando su tallo entre las grietas del asfalto.
Una franja artificial separa a estos dos mundos, el de la escasez y el de la abundancia, que se tocan apenas y a la vez se repelen mutuamente. Esa franja artificial está barriendo con el barrio, con los parques, con los espacios de uso público para dar lugar a los malls, auténticos búnkers caracterizados por su arquitectura impersonal, precalculada y simétrica.
Y es que, en una ciudad de tejido social hecho jirones por carecer de puntos naturales de encuentro, ¿qué le queda a la gente?, ¿qué hace para abstraerse? Ir al mall. Expulsados de todo lo demás, nos volvemos soldaditos cumplidores en lo único que nos queda: el consumo.
Nadie concibe ya una salida sin un desembolso: la ciudad de Guatemala cuenta cada vez con menos parques, convertidos de un tiempo para acá en grotescas tortas de cemento con estacionamientos en el sótano, o en áreas rodeadas de barrotes. Así, tras las rejas, todo espacio público deja de percibirse como público. Se siente uno, cómo decirlo… ¡privado!
Vamos quedándonos sin espacios de socialización, lo cual refleja —e incrementa— el grado de neurosis en que vivimos, y nuestra dificultad para entendernos, o para conocernos siquiera. El blindaje como norma.
¿Qué más es la ciudad de Guatemala? La ciudad de Guatemala es una bolsa de meados lanzada desde el graderío del estadio nacional en una tarde de futbol. La ciudad de Guatemala es un grupo de estudiantes universitarios en huelga, cubiertos con gorros pasamontañas. La ciudad de Guatemala es la estatua en honor a nuestro gran héroe indígena refundida en la esquina del zoológico, escondida entre un viaducto de pasos a desnivel.
La ciudad de Guatemala es, valga la punzante redundancia, los perros callejeros, las aves de carroña y los niños que viven de la basura que recogen en el relleno sanitario. La ciudad de Guatemala es un montón de paisanos que ni siquiera hablan el idioma oficial. La ciudad de Guatemala es un “pase adelante”, un “¿qué va a llevar?”, un “no tenga pena”, un “para servirle”, un “dios se lo paguito”, un “qué manda”, un “es que fíjese”, un “disculpe”.
La ciudad de Guatemala es, en suma, el hogar que muchos quisiéramos dejar pero no dejamos porque aquí puede uno seguir quejándose de todo… menos de aburrimiento.
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